La historia de un compañero singular.

La mutua compenetración de un perro con el mas pequeño integrante de la familia fue antológica. Tigre, así se llamó aquel can que no desamparaba a Leo el mas mínimo instante, en el lugar donde estuviera uno, estaba el otro. Mas que un vigilante compañero, era el juguete viviente. Merodeando alrededor del niño o sencillamente echado, allí estaba, indefectiblemente, atento a cada movimiento, a cada gesto.

Leo contaba con siete años cuando el perro llegó a la céntrica casa de aquel poblado caracterizado por la paz y la frescura que le proporcionaban los grandes árboles en sus alrededores, acacias, almendrones, bucares se erguían frondosos y bajo sus sombras, entre las raíces, Leo jugaba con sus vecinos metras, en el suelo se construían carreteras para que circularan pequeños vehículos, carritos, como solía llamarlos.

El vecindario siempre seguro por la presencia en las casas contiguas de las tías paternas, familias conocidas una entre otras por la vieja y tradicional amistad que cultivaron durante años, los extranjeros provenientes del Líbano, Siria, Italia, España, formaron parte rápidamente de las costumbres pueblerinas de intimar y entablar relaciones cordiales.

En cada ocasión dentro o fuera de la casa, Tigre no perdía la atención tras el correteo de los niños, muy especialmente del de Leo a quien no le perdía pisada. Aquel sedoso y largo pelaje blanco con manchas color café, que se asemejaban a los rubios rulos del pequeño Leonardo que montaba al perro como si se tratar de un pequeño caballo. Tigre era también el mudo testigo de las conversaciones que entablaba Leo con “Chu”, el amigo imaginario de sus juegos.

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Margarita, su madre, alternaba los oficios de la casa con la verificación de que el pequeño estaba bien. Algo de sobreprotección tenía la señora por los temores propios de las tragedias previas que culminaron en la muerte de dos de sus hijos.

Leo era el último vástago de nueve hermanos: Pedro Julio, Dolores Margarita “Lolita”, Pedro Isaías, Jorge Luis, Carmen Elina, Arnoldo José, Carmen Alicia y Leonardo Antonio. El primero y este último fallecieron por distintas causas. Leonardo Antonio murió ahogado cuando Leo estaba en el vientre materno, a unos seis meses por nacer.

La residencia familiar se había cambiado varias veces entre Cocorote, en el estado Yaracuy de Venezuela, pasando por la finca Bellorín, hasta la calle Real de Bejuma, en el estado Carabobo, donde precisamente habría de nacer César Leonardo, en parto que atendiera Misia Pipa.

Don Pedro Miguel, cabeza de aquella numerosa familia, se dedicaba a las labores del campo en la siembra y cría de ganado. Había decidido fijar residencia definitiva por lo que comenzó a construir la casa donde se mudarían tras el nacimiento de Leo.

La nueva casa construida sobre terrenos heredados del abuelo paterno, Papa Sergio, estaba conformada por cuatro habitaciones, dos salas, cocina y sanitario en la planta baja y dos habitaciones en la alta, para los cuatro varones.

El patio, sitio que Leonardo frecuentaría casi permanentemente tenia limoneros, matas de guayaba, de onoto, donde además se criaban gallinas. Era el centro de operaciones habitual de Margarita, allí estaba el lavandero y los tendederos, cerca de la batea la mesa donde se despachaba la leche que provenía de las vacas de la hacienda y que ella comercializaba entre el vecindario.

Tigre llegó una noche, entró a la vivienda, paso las dos salas, en la segunda, el televisor encendido, la distracción de la tarde-noche, no permitió que alguien se percatara del paso del perro. Cuando Leo notó su ausencia comenzó a buscarlo y a llamarlo, Tigre no respondía. La oscuridad del sanitario no dejaba ver ni hacía suponer que el animal pudiera estar allí. Al encender la luz pudieron darse cuenta que Tigre yacía en el suelo con convulsiones ya casi imperceptibles. Signo inequívoco de envenenamiento, fue la primera suposición que balbuceó Don Pedro. No había nada qué hacer, le aplicaron vomitivos de forma tardía. Si fue envenado, ya el mal estaba hecho. El llanto lastimero de Leo llenó la noche en la tranquila casa, se acalló el televisor. El abrazo de la madre sollozante de rabia e impotencia no daba consuelo. Los cuestionamientos afloraron ¿Qué o quién lo pudo envenenar?

Esto marcó un precedente en el seno familiar de no volver a tener mascotas en casa. Se hicieron recurrentes las expresiones de Margarita de lo inconveniente de encariñarse con los animales porque pasaba lo que pasó con la muerte de Tigre, el sufrimiento de un niño que perdió su fiel compañero. Pasarían muchos años para que ese niño pudiera sanar, cicatrizar y curar aquella herida emocional, justo con lo que siempre había rehuido: tener otra mascota.